Ramón Tejeda Read | Perspectiva Ciudadana
Hoy recuerdo a Gregorio Sosa. Químico excelente. Fanático de Mozart. Maestro de excepción. Joven, un infarto fulminante se llevó sus sueños de aprovechamiento de la guáyiga, su tesis de grado. Enseñaba de lunes a lunes. De la mañana a la noche. Así mantenía a su familia, que era extensa y era su delirio.
A Toribio Cabral también lo recuerdo. Llegaba a las siete de la mañana a La Salle. El barro de sus zapatos delataba su trajinar por los callejones de Herrera. Lo recuerdo disfrutando con sus alumnos la discusión de si los galgos o los podencos de la fábula de Iriarte. Enseñaba de lunes a lunes. De la mañana a la noche para poder vivir y que viviera su familia. Joven. Cardíaco. Una infección lo destruyó en pocos días.
Recientemente, en una comunidad de San Cristóbal fui testigo de la colecta que hizo la gente para poder enterrar a una profesora que había sido devastada por un cáncer.
Y no es todo. Cada día veo jóvenes recién graduados o casi graduados de maestros. Algunos fueron mis alumnos. Por la conversación con ellos deduzco que serían un formidable relevo en las aulas. Pero están desempleados o mal empleados. E insisten en ser maestros. Vocación, se llama.
Más aún. Veo maestros y maestras en edad y tiempo de jubilación. Pero afanan buscando un grado o una promoción que les garantice un mejor “sueldito” al retirarse.
Todo eso nos dice cuán equivocados han estado nuestros gobiernos a la hora de definir prioridades. Olvidaron que el primer recurso de un país es el recurso humano y ahora se preguntan por qué tanta miseria con crecimiento del PIB.
Pero todavía regatean el 4% a la educación –establecido por la ley—y lo creen un despropósito.
Es por eso que hoy veo a Gregorio y a Toribio vestidos de amarillo.
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