Durante el bachillerato, mi medio de transporte era una bicicleta azul como los Tigres del Licey, con dieciocho (18) velocidades, ella me había llevado a los más recónditos lugares de nuestra geografía.
Aún cuando relato mis experiencias como ciclista aventurero, mis amigos de nueva data, no creen que le dimos una vuelta al Lago Enriquillo, que fuimos a Sabana de la Mar y que hasta la basílica de Higuey llegamos, será que ya no tengo el físico de atleta?? jejeje
Amaba esa bici, creía que ella me transportaría al futuro y que ¡no necesitaba nada más!
Eso cambió cuando entré a la universidad, estaba en Facultad de Leyes de la PUCMM, centro de estudios famoso por ser de elite, casi todos tenían un carro, algunos hasta con chofer, yo sin embargo seguía transitando mi destino dando pedales.
No era que me molestara mucho mi medio de transporte, pero como ya sabrán, cuando vamos creciendo los egos y la competencia se hacen palpables y de repente surgen necesidades que antes no sabíamos que teníamos.
Fue así como un día, sentado en la mesa, a la hora de la comida planteé “la necesidad” de que me compraran un carro.
A mi viejo, quien siempre se ufanó de que su primer vehículo de motor lo tuvo a los 32, ya graduado y post graduado, no le pareció muy gracioso aquel manifiesto que yo recién decretaba, me miró con una expresión de incredulidad, al momento de que nueva vez hacía la historia de su vida, la cual se encuentra cargada de las miles de vicisitudes que pasó para llegar a ser lo que hoy es.
Papá no sabía que yo llevaba una agenda secreta. Para esa época él era funcionario de uno de los Bancos Comerciales más grandes del país y su paquete salarial incluía un carro nuevo cada cierto tiempo.
Todo estaba fríamente calculado, la idea era simplemente esperar el cambio, hacerme de las llaves del carro “viejo” para crear la necesidad! Mis hermanitos jamás llegarían tarde al colegio y él le ganaría una hora a su día, JAJAJA ¿Genial no creen???
Llegó el momento, una noche al arribar a la casa me percaté de que en el lugar destinado al estacionamiento de mi viejo, había un carro distinto al de él, era un Volvo gris de esos que tienen muchos botones y bombillitos en el tablero.
La felicidad me embargó y puse mis ojos sobre el Mazda 929 del 87 que hasta ese día había sido el estandarte real ¡mi pobre bici estaba a punto de ser mandada al cuarto de los corotos!
Debo confesar que dadas las costumbres conservadoras de mi viejo, me costó un poco de trabajo convencerlo sobre la “NECESIDAD”.
Para mi dicha, tenía un aliado de suma importancia e influencia, mi madrastra, quien pujó para que me lo dejaran. El plan funcionó y me quedé con un carruaje similar al de las fotos anteriores.
Mi periplo diario desde la Anacaona hasta la Salle comenzó!!!, a las 7:00 A.M. debía estar cambiado y en la calle, con mis hermanitos (los tres) desayunados, con los libros y luncheras, navegando para que pudieran llegar a tiempo a su cita diaria con la educación.
Mi pobre bici, en su condición de cosa in-animada, la cual para ese momento reposaba junto dos (2) lámparas, una (1) litera, dos (2) poncheras y un (1) anafe, pensaba desde el cuarto de los corotos sobre la mejor forma de pasarme factura por ese desplante que le estaba haciendo.
¡Su venganza resulto más eficiente que la de la de un sicario! Pues mi carruaje, no se por que razón, ya que no era tan viejo, terminaba en el taller al menos una (1) vez al mes.
Recuerdo un episodio junto a mi amiga Rosalía (mi mejor amiga de la uni), cuando al transitar por la Bolívar, como a las 2:00 A.M. ¡el carro dijo no voy más!! Y se apagó.
Por suerte, el hecho sucedió frente a la casa de una amiga de ella y terminamos la noche, a esa hora, llamando a Papolo a su cell, mi único Pana con dinero suficiente como para pagar celular en esa época, todo para que este nos rescatara.
Obviamente Papolo no apareció, por cosas del destino el carro, en un golpe de suerte, sin razón aparente encendió y la pude llevar hasta su casa, por nada del mundo al otro día volvió a prender.
Estaba maldito o embrujado, me hizo de todo, nunca pude ir a la playa en él, cada vez que llegaba al peaje, alguna luz se encendía en el tablero o dejaba de funcionar, CREO ERA LA MALDICION DE MI BICI DESDE EL DESVAN.
Después de un tiempo, tras un millón (1,000,000) de citas con el mecánico, lo cambie por el celebre Opel Corsa (La Guaguita Opel), la cual compré con mi primer préstamo bancario y me acompañó hasta que pude adquirir un vehículo decoroso.
Cuando me casé, perdí el control del inventario del cuarto de los corotos y no se cual fue el destino final de mi bici.
A veces cuando llego a la estación de servicio y pago RD$200.00 por un galón, la recuerdo con mucha nostalgia, no solo por el precio de los carburantes, sino también porque nunca se jodió en un momento crucial.
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