Cuando Kerry Landreth descubrió una protuberancia en su pecho en abril, le dijeron que tendría que esperar tres semanas para una consulta con el médico. “No me sirven tres semanas”, dijo la ejecutiva de 37 años. “¿Porqué no hoy?”.
Esa misma tarde le hicieron una mamografía y una biopsia. El diagnóstico llegó pocos días después: carcinoma ductal invasivo en etapa II, un tipo particularmente agresivo de cáncer. Cuando un cirujano recomendó una doble mastectomía, Landreth decidió considerar otras opciones.
Ahora, Landreth, vicepresidenta en las oficinas en San Francisco de un banco de inversión de Wall Street y madre de dos niños, es una de las primeras participantes en una prueba clínica igual de impaciente que ella con el status quo en el tratamiento contra el cáncer.
El ensayo, llamado I-Spy 2, emplea varios métodos innovadores para mejorar el desarrollo de nuevos fármacos anticancerígenos, un proceso notoriamente lento e ineficaz. Aprovechando los últimos avances en genética, I-Spy 2 pretende emparejar drogas experimentales con la composición molecular de los tumores con más posibilidades de responder a ellas. Además, prueba varios medicamentos a la vez, para acelerar el uso de los más eficaces en las pruebas de cáncer en estado avanzado.
El objetivo es revertir unos antecedentes sombríos —entre 60% y 70% de los estudios de cáncer en estado avanzado fracasan— y reducir drásticamente el tiempo y costo de comercializar nuevas drogas prometedoras. Actualmente, reunir las evidencias necesarias para la aprobación de un nuevo anticancerígeno puede tomar US$1.000 millones, miles de pacientes y más de diez años.
La nueva prueba aprovecha el creciente número de estudios que muestran que la composición genética de los tumores varía ampliamente, incluso entre pacientes diagnosticados con el mismo cáncer. Algunos de estos rasgos, denominados biomarcadores, hacen a un tumor vulnerable a una medicina específica, mientras que otros pueden malograr el efecto de una droga.
Gran parte del problema con las pruebas convencionales radica en que, esencialmente, aceptan a todo tipo de pacientes. Los investigadores saben que muchos participantes no se beneficiarán del tratamiento, y quienes no responden favorablemente pueden hacer que un fármaco fracase aunque una minoría significativa de pacientes podría beneficiarse. “A menos que hagamos algo diferente, la gente va a tirar la toalla con las pruebas” contra el cáncer, dice Laura Esserman, directora del centro para el tratamiento de enfermedades de pecho de la Universidad de California y responsable de I-Spy 2 junto con el doctor Don Berry, del Centro de Cáncer M.D. Anderson en Houston.
El estudio se centra en mujeres con agresivos cánceres de mama que no se han expandido a otros órganos. Su objetivo es recolectar información sobre drogas experimentales para permitir a las farmacéuticas diseñar pruebas de cáncer avanzado más rápidas sólo con pacientes cuyos tumores tuvieran una alta probabilidad de responder al tratamiento. Estas pruebas, llamadas de fase III, proveen datos críticos usados para determinar la aprobación de un medicamento. “La idea es hacer un ensayo de fase III con 300 pacientes, en lugar de 3.000 pacientes, con mejores resultados”, dice Berry.
El esfuerzo para elevar los estándares de productividad en el desarrollo de medicinas contra el cáncer se inspiró parcialmente en el paso de Esserman por la escuela de negocios de la Universidad de Stanford, donde obtuvo una maestría (MBA) y aprendió acerca del veloz ritmo de la innovación en la industria tecnológica. “45.000 personas mueren cada año de cáncer de mama”, dice la doctora Esserman. “Estaríamos obligados a movernos más rápido”.
A diferencia de las pruebas convencionales, en las cuales no se obtienen resultados hasta el final, en las pruebas de fase III los datos se analizan al momento. Lo que se aprende al principio ayuda a determinar qué tratamientos se asignan posteriormente en el estudio, acelerando la aparición de los ganadores y los perdedores.
El estudio, con un costo de US$25 millones durante cinco años, es patrocinado por el Biomarkers Consortium, una sociedad de organismos públicos y privados gestionada por la Fundación para los Institutos Nacionales de Salud. Hasta ahora, cuenta con unos 20 pacientes, con planes para que participen 800 en unos 20 centros médicos de Estados Unidos.
A Landreth se la asignó una de las drogas experimentales y comenzó tratamiento el 18 de mayo. Para la segunda semana, un examen físico de su tumor sugirió que se había reducido significativamente después de tan sólo un tratamiento. Días después, una resonancia magnética confirmó el progreso. Después de tres semanas, su tumor había disminuido más de 50%.
No obstante, el efecto acumulado de la quimioterapia pasó factura a Landreth. Se le cayó el pelo y se lo rasuró poco antes de cumplir 37 años. Las náuseas frecuentes disminuyeron su energía y apetito.
Para la octava semana, su tumor era del tamaño de una semilla de sandía, comparado con una bola de golf el día que se apuntó al tratamiento. Para la duodécima semana, era del tamaño de una semilla de sésamo.
No todos los pacientes corrieron la misma suerte. A Inne Harry-Ogaree, de 54 años, le creció el tumor a pesar del tratamiento con taxol y una droga experimental. Como consecuencia, le cambiaron a un régimen más estándar, que ha permitido contraer el tumor más de 50%. La última sesión de quimio de Landreth fue hace dos semanas. Bajo el protocolo de estudio, se someterá a cirugía en noviembre. Hasta entonces no se sabrá el actual estatus del tumor.
En un reciente correo electrónico, Landreth confesó albergar “grandes esperanzas” de quedar “sin cáncer” después de la operación.
Via: WSJ
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